“La materia no se crea ni se destruye, solo se transforma”. Es la célebre frase de un adelantado químico del siglo XVIII que describe de forma muy general el proceso que sufre cuanto ingerimos, de tal manera que de todo lo que comemos nuestra naturaleza se encarga de aprovechar lo que le viene bien y desechar aquello que no le vale, quedando finalmente registro de todo.
Lo que comemos, en qué cantidad y condiciones lo hacemos, nunca le es indiferente a nuestro sistema digestivo. El funcionamiento de este sistema es inexorable e implacable, desarrollando una respuesta siempre acorde a la magnitud y cualidad de aquello que ingerimos, siempre con el mismo objetivo: protegernos.
El cuerpo que lucimos es espectacular, inteligente y valiente, no se detiene ante nada y su arrojo viene inspirado por la defensa inquebrantable que siempre lleva a cabo para defendernos de nosotros mismos, una y otra vez, con una entrega profesional, sin descanso.
Y es que en el siglo XIX ya había algunos que sabían mucho de estas cosas. Un filósofo-antropólogo de entonces escribió: “somos lo que comemos”. Esta máxima es a día de hoy uno de los fundamentos que explica las consecuencias de una mala alimentación, por ejemplo, porque sea excesiva en hidratos, azucar o grasas y/o carente de vitaminas o fibra. Los excesos o deficiencias terminarán manifestándose en forma de enfermedades, tal vez a una edad más avanzada.
Llevar una dieta saludable es esencial para conservar una buena salud. Los milagros no existen en este campo. Debemos ayudar a nuestro cuerpo y concienzarnos de que él solo no puede hacerlo todo.